lunes, 18 de julio de 2011

#Incluso los ángeles tienen que morir algún día

Se levantó de la cama con un sabor amargo en la boca. Escupió en el suelo y se miró al espejo. Estaba verdaderamente demacrado. Aquella estúpida enfermedad lo estaba matando... De su cuerpo, antes hermoso, sólo quedaban piel y huesos. Sin querer, pero sin poder evitarlo, su mirada se posó en su espalda. Y las vio. Lo que antes había sido un majestuoso par de alas escarlatas ahora no era más que un amasijo de carne muerta, putrefacta. Los dos apéndices colgaban de su espalda sin gracia, víctimas de una marcada distrofia muscular. En la oscuridad de su habitación, donde nadie podía verla, una lágrima cayó al suelo. Ya no quedaba nada de su anterior belleza. Aquello que lo había distinguido de los demás ahora no era más que un peso muerto. Se apartó del espejo y volvió a sentarse en la cama. Ya no podía hacer nada para evitarlo, sólo esperar a que su cuerpo dejara de responderle. ¿Cuánto tiempo le quedaría de vida? Ningún médico había sabido responderle. Se removió, inquieto. Finalmente, volvió a levantarse y se dirigió al vestidor, donde una criada esperaba para colocarle el corsé de sujeción para que aquellos inmundos bultos no le molestaran al caminar. Tras este desagradable pero ya corriente paso, se vistió con un pantalón vaquero y una sudadera oscura. Pese a su enfermedad, seguía teniendo la apariencia de un chico de apenas 25 años.

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