jueves, 25 de agosto de 2011

La habitación roja.

Había sangre en el suelo. Sangre fresca. Sí, me di cuenta por el aroma. Cuando uno hace este tipo de trabajo lo percibe fácilmente. La puerta estaba abierta. Bueno, a decir verdad estaba entreabierta. Terminé de abrirla cuando sentí ese olor que tanto me fascina y me repugna. Escuché claramente el chirrido de la puerta al abrirse. Recuerdo que en ese instante tuve la alucinación más real de mi vida... Toda la habitación se tiñó de rojo: las alfombras, las cortinas, las sábanas, los muebles... y, lo más increíble, el líquido rojo chorreaba del techo. Era sangre que bajaba en forma de gotas y se evaporaba antes de llegar al suelo. La música de fondo era de tejidos al romperse. Sentía que mi piel desaparecía dejando todos mis miembros al descubierto, al rojo vivo, ante la mirada indiferente de aquellos a quienes un día expulsé de este mundo. Mi sangre no podía satisfacer sus instintos, pero les placía tenerme allí, cautivo, indefenso; siendo un espectador silencioso de la orgía vampírica. De pronto la luz del amanecer vino a rescatarme del suplicio, entró por las rendijas de la ventana y se reflejó en el suelo. Era como si una luz poderosa fragmentara los ojos vidriosos de los fantasmas que veía en mis visiones, o en estas alucinaciones perversas que una y otra vez me recuerdan mi pasado. Reconozco que fui el sicario de mis hermanos. Todos ellos murieron en mis manos. He aniquilado el reino de los vampiros para beneficio de unos seres sanguinarios, que tienen la desfachatez de considerarse y denominarse HUMANOS. Hoy he sido traicionado por uno de ellos. Por eso estoy ante ustedes en este momento. Confieso que soy un asesino. A hierro he matado y a hierro debo morir. Quiero morir. Prefiero morir a ser convertido en algo tan aborrecible, despreciable e insensible como un HUMANO.

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